July 27, 2020 - Download PDF Version
Lorah Steichen y Lindsay Koshgarian
National Priorities Project en el Institute for Policy Studies
Traducción al español por Pierre-Yves Serinet
Nos encontramos en un momento crítico en la historia, donde responder a la crisis climática de manera contundente exige abordarla desde una perspectiva renovada de cooperación y colaboración global y desde una visión del cuidado; sin embargo, los Estados Unidos y otros países poderosos del mundo ven el cambio climático más como un problema de seguridad y no como un reto de proteger los derechos humanos y avanzar hacia una sociedad más justa. Para alcanzar la justicia climática, debemos reestructurar la economía extractiva que perjudica a los pueblos y a los ecosistemas, pero estos propósitos y el militarismo se encuentran en polos opuestos.
El Marco estratégico para una transición justa ayuda a ilustrar el proceso necesario para transformar la injusta economía extractiva, que explota y afecta negativamente a los pueblos y al planeta, hacia una economía justa, regenerativa y saludable, con comunidades y ecosistemas prósperos.
El sistema económico extractor de recursos finitos (como los combustibles fósiles), que genera contaminación, causa cambio climático, explota a las comunidades y a las y los trabajadores, es también un sistema económico militarizado que saca provecho de la guerra y de la violencia, sea en tierras lejanas como Afganistán o aquí mismo, en las comunidades negras, morenas e indígenas de Estados Unidos, afligidas por fuerzas policiales omnipresentes. Tanto las industrias extractivas, de combustibles fósiles por ejemplo, como la industria militar y sus fábricas de armas, crean para los trabajadores y las comunidades enteras una dependencia económica que imposibilita la autodeterminación económica y les impone un futuro ligado al bienestar de éstas.
El militarismo es el brazo coercitivo de la economía extractiva. Los pueblos siempre han resistido a la explotación de la economía extractiva, pero la violencia y la amenaza del uso de la fuerza mantienen el sistema económico a flote. Esta realidad se extiende globalmente a todos los niveles: lo militar confiere mucho poder en el escenario internacional, la policía, cada vez más militarizada, despliega brutalmente su fuerza contra comunidades de Estados Unidos; las autoridades migratorias patrullan violentamente las fronteras nacionales.
Una verdadera Transición justa exige reinventar y reestructurar los sistemas económicos para que estén al servicio de los pueblos y del planeta. Para ello, debemos desmilitarizar nuestra economía y al mismo tiempo alejarnos de los combustibles fósiles y del extractivismo.
Al reconocer que el cambio climático incrementará dramáticamente la inestabilidad en todo el planeta, en este artículo nos proponemos examinar el rol del militarismo en un mundo transformado por el clima. El cambio climático y el militarismo interactúan de maneras alarmantemente diversas:
Con un presupuesto anual de más de setecientos mil millones de dólares estadounidenses, los Estados Unidos tienen una enorme presencia militar en todo el planeta. Con una vasta infraestructura y extensas operaciones tanto a nivel doméstico como en el extranjero, la industria militar más grande de la historia del mundo es también una de las más contaminantes. El sector militar estadounidense produce anualmente alrededor de cincuenta y nueve millones de toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero. Para ponerlo en perspectiva, esto representa más emisiones de gases de efecto invernadero que lo que llegan a producir países industrializados como Suecia, Dinamarca y Portugal.
Todas las instalaciones militares, locales y en el extranjero, componen el 40% de las emisiones de gases de efecto invernadero del Departamento de Defensa. Existen 800 bases militares de EE. UU. en 90 países y territorios en todo el mundo. Mantener semejante expansión militar requiere importantes inversiones en su infraestructura, muy intensiva en emisiones de carbono, y en equipos de alto consumo de gas. El territorio ocupado por las bases militares ha sido con frecuencia tomado violentamente. Las fuerzas militares estadounidenses tienen un largo historial de desplazamiento forzoso de pueblos indígenas para acaparar sus tierras y crear sus bases.
La guerra es un aspecto de la economía militar de EE. UU. que produce elevados niveles de carbono. Las operaciones militares, que incluyen la movilización de tropas y el desarrollo de misiones, constituyen el 70% del consumo de energía del sector militar de EE. UU. Un solo de los jets de las fuerzas militares, el B-52 Stratofortress, consume igual cantidad de combustible en una hora que el uso promedio de un carro durante siete años.
Como si por sí misma la enorme huella de carbono que dejan no fuera suficiente, sus operaciones militares y maniobras de guerra causan estragos en los entornos y lugares que ocupan. Toda iniciativa que busque enfrentar el cambio climático debe confrontar el tema de la militarización. Buscar “enverdecer al sector militar” o encontrar formas de hacer la guerra de manera amigable con el medio ambiente es simplemente una contradicción. El movimiento por la justicia climática exhorta a reestructurar la denominada economía extractiva por su impacto sobre los pueblos y su destrucción de los ecosistemas, por la misma razón debe también sumarse a la lucha contra el militarismo.
Más allá de registrar el consumo de combustibles fósiles y las emisiones de gases de efecto invernadero, la contribución del sector militar de EE. UU. a la crisis climática es aún mayor cuando se considera que el petróleo es la principal causa de la guerra. Se estima que desde 1973, del veinticinco al cincuenta por ciento de los conflictos entre naciones están ligados al petróleo. El sector militar estadounidense destina alrededor de 81 mil millones de dólares estadounidenses al año para proteger las fuentes de suministro de petróleo del mundo.
El cambio climático también acelera crisis pre-existentes. Descrito por el Pentágono como un “multiplicador de amenazas”, el cambio climático empeora condiciones sociales y políticas de por sí precarias. El cambio climático surge en un mundo profundamente desigual y amplifica la pobreza y la violencia que ya padecen muchas comunidades y regiones del mundo.
Además de causar conflictos, la industria de combustibles fósiles depende de la violencia militarizada del Estado para mantener sus operaciones en el mundo. Los que luchan para proteger sus territorios de la depravación de las industrias extractivas y sus infraestructuras están acusados con frecuencia de “eco-terroristas” y se enfrentan a la violencia militar del Estado o a acciones paramilitares. Los y las defensoras del territorio y del medio ambiente sufren constantemente de intimidación, criminalización y asesinatos, y esto lo apreciamos en el hecho de que los pueblos indígenas, aunque solo constituyan alrededor del 5% de la población mundial, representen el 25% de aquellas y aquellos que han sido asesinados por defender su territorio y el medio ambiente.
En los Estados Unidos, las agencias federales entregan los excedentes de equipo militar a los cada vez más militarizados departamentos de policía locales. Cabe resaltar que mientras los presupuestos excesivos del sector militar impiden la inversión que requieren las iniciativas de mitigación y adaptación al cambio climático, nos enfrentamos a respuestas cada vez más militarizadas ante la crisis climática.
Los pueblos del mundo ya experimentan los impactos devastadores del cambio climático. En las próximas décadas, el cambio climático poco a poco convertirá muchos lugares del mundo en zonas inhabitables. Estas nuevas realidades ambientales alimentarán los conflictos ya existentes, causarán más inestabilidad política y deslocalizarán a una cantidad sin precedente de poblaciones. Las proyecciones indican que hacia mediados de este siglo, el cambio climático provocará el desplazamiento de al menos 200 millones de personas.
Queda claro que en un planeta que se calienta, la migración transfronteriza se incrementará. En vez de responder con solidaridad o compasión y de canalizar recursos para proveer un refugio seguro a los que se ven forzados a aventurarse a cruzar las fronteras, los y las migrantes se topan con represión y medidas más drásticas de control fronterizo. En todo el mundo los gobiernos asignan más presupuesto en construir muros, contratar vigilancia armada y militarizar las fronteras para mantener a los migrantes fuera de su territorio. El presupuesto del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, siglas en inglés), que alberga a la Agencia de Inmigración y Control de Aduanas y a la Agencia de Aduanas y Protección fronteriza (ICE y CBP respectivamente, siglas en inglés), aumentó en más del doble en el curso de las dos últimas décadas.
Los Estados Unidos han jugado un papel preponderante en las causas de esta crisis, por lo que tienen igual e incluso más responsabilidad en resolverla, sin olvidar su deuda hacia las poblaciones desplazadas en varios lugares del mundo. Debemos revertir la política de militarización de las fronteras y las operaciones anti-inmigrantes que la ICE y la CBP han implementado por décadas, sólo así podremos garantizar la libertad colectiva de movilidad de todos los pueblos o su derecho de permanecer en sus tierras.
Las iniciativas que se proponen para enfrentar la crisis climática de manera contundente, rápida y eficaz son calificadas como poco realistas, y a menudo se dice lo mismo de las críticas a un crecimiento desenfrenado del gasto militar. La realidad es que la escasez de fondos no es un argumento válido cuando se trata de una Transición justa hacia una economía verde.
En el año 2020, el gasto militar fue de $756 mil millones de dólares y captó el 54% de todo el gasto federal discrecional, a diferencia del presupuesto para programas de eficiencia energética y en energías renovables que solamente fue de 2,7 mil millones de dólares. Esto representa 272 veces más fondos en inversión militar que para dichas medidas ambientales.
En las dos últimas décadas, los EE. UU. gastaron $6,4 billones de dólares en guerra. El costo de transformar en 10 años el actual modelo energético estadounidense a uno basado en energías 100% renovables costaría alrededor de $4,5 billones de dólares. En lugar de financiar guerras interminables, podríamos haber transformado nuestro sistema energético fundamentado en los combustibles fósiles, y tendríamos aún a disposición casi dos billones de dólares.
Los gastos enormes e innecesarios en el sector militar deforma nuestro sentido de lo que es posible, engañándonos a menudo al hacernos creer que no tenemos los recursos para mejorar nuestras vidas o para proteger la salud del planeta. Si recuperamos el dinero que la élite acumula gracias a las guerras violentas, a la venta de armas y a la construcción de muros, podremos reinvertir billones de dólares en nuestras comunidades y empezar a reparar el daño que la militarización ha infligido a los pueblos y al planeta en nuestro país y alrededor del mundo.
Las y los trabajadores del sector de los combustibles fósiles y del militar quedan atrapados en el embudo de un trabajo de alto riesgo por falta de otras opciones. Se hace necesario que tanto ellos y ellas como las comunidades de las que hacen parte tengan la oportunidad de transitar hacia nuevos empleos, y que les ofrezcamos alternativas dignas que les permitan subsistir.
A pesar de una profunda inseguridad económica, el único programa laboral federal de envergadura en los Estados Unidos es el sector militar: más de 1,3 millones de estadounidenses se encuentran en servicio militar activo y más de 800.000 hacen parte de las reservas; asimismo, 1,6 millones de ciudadanos trabajan para empresas contratadas por el sector militar de EE. UU., suministrando no solamente equipo armamentístico sino también proporcionando bienes y servicios para las operaciones militares. El Departamento de Defensa se autoproclama el empleador más grande de EE. UU., incluso más grande que Walmart.
El gasto para la guerra se ve muchas veces como una estrategia eficaz para aumentar el empleo, pero existen mejores maneras para poner a trabajar a los estadounidenses que un programa masivo de empleos militares. Si lo comparamos en términos de presupuesto con el gasto militar, la energía limpia y su infraestructura crean 40% más empleos, mientras que los acondicionamientos que exige la eficiencia energética pueden crear cerca del doble de empleos que crea el sector militar con el mismo nivel presupuestal. Si queremos transitar rápidamente hacia una economía verde, es imprescindible financiar millones de nuevos empleos y convertir gran parte de la economía que depende de la fabricación de armas de guerra en una economía basada en una energía al 100% limpia.
Para alcanzar la justicia climática, debemos transformar la actual economía extractiva y ponerle fin al daño que hace a los pueblos y a los ecosistemas. Resistir a la militarización también es esencial para construir una economía al servicio de los pueblos y del planeta, para esto, debemos implementar soluciones que desafíen los sistemas violentos y opresivos que, por generaciones, han impulsado la guerra y el calentamiento global. En solidaridad con los movimientos que luchan en primera línea contra el militarismo estadounidense y la injusticia climática, proponemos los siguientes principios para la acción colectiva:
a. El militarismo y la economía extractiva han fomentado y perpetuado viejas estructuras que desvalorizan la vida humana, acudiendo a sesgos como la raza, la etnicidad, el género, la identidad, la orientación o expresión sexual, el lugar de origen, el nivel económico, condiciones de discapacidad y otras. Cambiar estas estructuras exige desmantelar el militarismo y la economía extractiva.
b. Las políticas migratorias restrictivas agreden a determinadas poblaciones, menosprecian su vida, las exponen al sufrimiento y en algunos casos provocan la muerte. Sólo cuando consideremos que toda vida es valiosa por igual podremos movernos libremente en el mundo, para que a nadie se le niegue el derecho a la seguridad y a la prosperidad.
c. El cambio climático y el militarismo crean desigualdad, impactando más a las poblaciones que históricamente han sido menospreciadas, como a las comunidades negras y morenas pero también a los pobres, a los pueblos del Sur global, entre otros. En un mundo justo, nadie tiene que pagar de forma inequitativa por la destrucción del medio ambiente o por las actividades militaristas, y menos aprovecharse a costa de otros.
a. Proteger las industrias extractivas y militaristas, y los que se benefician de ellas, pone a la riqueza y a la productividad colectiva por encima de la vida humana.
b. El trabajo enriquece la vida, le da un sentido y permite satisfacer necesidades materiales, pero nadie debe verse forzado a un trabajo que destruya su vida o altere su bienestar. Tanto la economía global como la estadounidense dependen excesivamente de las industrias extractiva y militarista, destruyendo las vidas no sólo de quienes padecen sus consecuencias sino también de aquellos que trabajan en estas industrias. Cada ser humano debería tener la oportunidad de ocupar un empleo gratificante.
a. Las industrias extractivas como la guerra y el militarismo violentan el derecho colectivo de las comunidades a la auto-determinación, sea por las consecuencias que provocan o porque comprometen sus economías locales. Una democracia auténtica, en donde los pueblos son dueños de sus decisiones y del destino de su vida diaria, debe reemplazar al militarismo como modo de controlar la economía.
b. A menudo los recursos de una nación son fuentes de riqueza para otra nación. La economía extractiva de petróleo y otros combustibles fósiles sigue esa dinámica, y el militarismo se vuelve un mecanismo para que un país explote el territorio, los recursos y la mano de obra de otro país. Es inaceptable que algunas naciones utilicen la fuerza para imponer su dominio sobre los recursos naturales y poder explotarlos.
c. Los Estados Unidos están entre las naciones que más consumen combustibles fósiles y más producen emisiones, pero además que más usan la fuerza y emprenden operaciones militares, trayendo consecuencias que limitan la libertad de autodeterminación de muchos pueblos del mundo.
a. Tenemos lo necesario para vivir bien, sin tener que vivir mejor a costa de otros.
b. Hay suficiente riqueza para sostener a todas y todos en el mundo, no hay razón para que alguien se quede rezagado. Es hora de que las naciones y los grupos que se han aprovechado desmedidamente de la economía extractiva brinden reparación a las naciones y pueblos que históricamente han sido afectados.
a. Ningún país o pueblo puede frenar el cambio climático solo. Las soluciones deben surgir de la negociación, de la cooperación y de la diplomacia, y son la antítesis del antagonismo militar y de la guerra. La plena colaboración entre naciones y pueblos es imposible en un contexto de conflicto militar perpetuo.
b. La interdependencia caracteriza a todos los sistemas vivos. Estamos interconectados; entre nosotros y con el mundo. Ninguna economía está aislada. La economía mundial debe crear un espacio para todas y todos, construirse con base en relaciones recíprocamente benéficas, y la distribución de los recursos debe responder a la necesidad de economías saludables y regenerativas en todas las naciones.